lunes, 24 de marzo de 2014

24 de marzo 2014

Cambian, las cosas cambian de un momento a otro, de una visita a otra, con una mirada, una carta, una palabra... Y es que jamás puedes ni tan siquiera pensar que algo tan fuerte y aparentemente inseparable, se pueda separar. Llegas un día y todo ha cambiado, ya no hay cariño, palabras ni miradas como antes. Ya no hay mensajes, ya no hay roce, ya no hay nada. Y no comprendes el por qué de esta mierda, no entiendes el por qué de su hipotética partida, tampoco entiendes por qué no hay explicaciones ni despedidas. Surge así, de repente, sin previo aviso, sin una alarma que te avise de la tempestad que está a punto de llegar. Quieres preguntar, necesitas preguntar, reclamas una respuesta y ¿qué recibes? Nada.
Pero el orgullo termina por apoderarse de tu cuerpo, de tu mente, de tus sentidos, excepto de tu corazón. Sabes que algo dentro de ti, una llama que él encendió y que perdurará por siempre, te incita a no tirar la toalla, a seguir insistiendo, a no rendirte. Pero no sirve de nada porque no hay nada que le de sentido. Lenta y dolorosamente te das cuenta de la realidad, de la cruda realidad. Te das cuenta de que si paras a pensar, nada tenía sentido. No habría surgido lo deseado, no habría dado fruto lo sembrado. ¿Por qué? Estábamos hechos el uno para el otro.

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