Cambian, las cosas cambian de un
momento a otro, de una visita a otra, con una mirada, una carta, una
palabra... Y es que jamás puedes ni tan siquiera pensar que algo tan
fuerte y aparentemente inseparable, se pueda separar. Llegas un día
y todo ha cambiado, ya no hay cariño, palabras ni miradas como
antes. Ya no hay mensajes, ya no hay roce, ya no hay nada. Y no
comprendes el por qué de esta mierda, no entiendes el por qué de su
hipotética partida, tampoco entiendes por qué no hay explicaciones
ni despedidas. Surge así, de repente, sin previo aviso, sin una
alarma que te avise de la tempestad que está a punto de llegar.
Quieres preguntar, necesitas preguntar, reclamas una respuesta y ¿qué
recibes? Nada.
Pero el orgullo termina por apoderarse
de tu cuerpo, de tu mente, de tus sentidos, excepto de tu corazón.
Sabes que algo dentro de ti, una llama que él encendió y que
perdurará por siempre, te incita a no tirar la toalla, a seguir
insistiendo, a no rendirte. Pero no sirve de nada porque no hay nada
que le de sentido. Lenta y dolorosamente te das cuenta de la
realidad, de la cruda realidad. Te das cuenta de que si paras a
pensar, nada tenía sentido. No habría surgido lo deseado, no habría
dado fruto lo sembrado. ¿Por qué? Estábamos hechos el uno para el
otro.
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